La desgracia de Adam Appleby era que, en cuanto despertaba del sueño, su conciencia se inundaba inmediatamente de todo aquello en lo que menos deseaba pensar. Tenía la impresión de que otros hombres se enfrentaban a cada nuevo amanecer con la mente y el corazón renovados, llenos de optimismo y decisión; o bien de que se arrastraban ganduleando durante la primera hora del día en un estado de bendito sopor, incapaces de pensar en nada, ni agradable ni desagradable. Pero, agazapados como arpías en torno a su cama, los pensamientos desagradables esperaban para asaltarle tan pronto como Adam parpadease y abriera los ojos. En aquel momento se veía obligado, como alguien que se ahoga, a examinar su vida entera, dividido entre lamentaciones por el pasado y miedos futuros.