Apenas llegado a Sharax, el fatigado emperador habÃa ido a sentarse a la orilla del mar, frente a las densas aguas del Golfo Pérsico. En aquel momento no dudaba todavÃa de la victoria, pero por primera vez lo abrumaba la inmensidad del mundo, la conciencia de su edad y de los lÃmites que nos encierran. Gruesas lágrimas rodaron por las arrugadas mejillas del hombre a quien se creÃa incapaz de llorar. El jefe que habÃa llevado las águilas romanas a riberas hasta entonces inexploradas, comprendió que no se embarcarÃa jamás en aquel mar tan soñado; la India, la Bactriana, todo ese Oriente tenebroso del que se habÃa embriagado a distancia, se reducirÃan para él a unos nombres y a unos ensueños. A la mañana siguiente, las malas noticias lo forzaron a retroceder. Cada vez que el destino me ha dicho no, he recordado aquellas lágrimas derramadas una noche en lejanas playas por un anciano que quizá miraba por primera vez su vida cara a cara.
— Marguerite Yourcenar
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