—No vas a renunciar a mí, ¿verdad?
—No —respondió, y lo hizo con absoluta seriedad. Él era suyo, la única persona que había sido suya. Y lo necesitaba, necesitaba a aquel policía que reprimía su dolor con puño de hierro, que mantenía sus cicatrices bien ocultas—. No voy a renunciar a ti.
Sus ojos centelleaban.
—Buena chica.

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