Cómo soportaba él los ojos de la muchacha y revolvÃa los suyos contra la cabeza juvenil, escapando de allà para escarbar en la tormenta de la noche, para adherir a su mirada la intensidad del cielo y derramarla, imponerla en aquel rostro de niña que lo observaba inmóvil y sin expresión, dejando perder sin quererlo, sin saber, sin poder evitarlo, entregando a su cara seria y fatigada de hombre la dulzura y la humildad adolescente de las mejillas pecosas y del cuello, desde el paisaje ennegrecido del jardÃn, atrás de la ventana.
— Juan Carlos Onetti
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