¡Ay, ese niño, cuánto lo quería! ¡Se parecía muchísimo a mi pobre Henry! ¡Pero había decidido que nunca más dejaría que un hijo mío viviera para hacerse adulto! Cogí al pequeño en brazos cuando tenía dos semanas y lo besé y lloré; y después le di láudano y lo estreché contra mi pecho hasta que murió en sueños. ¡Cómo lo eché de menos! Cualquiera hubiera pensado que administrarle el láudano fue un error, pero es una de las pocas cosas de las que me alegro ahora. No me arrepiento tampoco hoy; por lo menos ha dejado de sufrir. ¿Qué le podía dar mejor que la muerta, a la pobre criatura?

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